Ensayaban en el húmedo y sudoroso sótano de aquella
casa del norte de la ciudad. La electricidad se recogía clandestinamente desde cualquier
farola de la Calle Esperanza. Tenían que tocar sus instrumentos sobre pequeñas
plataformas de aglomerado para no electrificarse. Minutos, horas y días, descubriendo los misterios de la vida a través de palabras musicadas abrazadas
de armonías entre notas con acordes que creaban las canciones de una banda
sonora interminable.
Allí se escabullían los musiqueros de las miserias de
la ciudad, sin nada que perder. Ardía en sus almas un salvaje deseo, tocar con
los dedos el misterioso vuelo del pájaro inmortal. En la calle Esperanza vivían
tres seres eléctricos, conjurados en ser sultanes del swing.
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